El fascinante Japón

Un concepto japonés llamado shokunin describe a un artesano que busca la perfección durante toda su vida haciendo una y otra vez lo mismo. Puede ser alguien que fabrique tatamis, tazas de porcelana o que elabore algún plato, perfilando día a día sus ingredientes en busca de un sabor insuperable. En su libro Sushi, ramen, sake (Salamandra), el escritor y cocinero estadounidense Matt Goulding relata la historia de un tipo llamado Sawada para describir esta idea y, en general, la filosofía vital que marca la vida cotidiana del país asiático y que cualquier visitante puede percibir después de pasar unos días allí: la inagotable búsqueda de la perfección, una obsesión que es a la vez una condena y una bendición.

En Ginza, en el centro de Tokio, están ubicados los restaurantes de los mejores chefs de sushi del mundo, normalmente locales pequeños, en los que es necesario reservar con meses (o años) de antelación y estar dispuestos a pagar 300 euros por una comida de media hora. El más famoso es Jiro Ono, de 93 años, que tiene su pequeño local en el metro, con solo 10 asientos, y es el chef más anciano con tres estrellas Michelin (el documental Jiro, sueños de sushi le hizo famoso en todo el mundo). Sawada es otro artesano considerado patrimonio de la cultura japonesa, se trata de un antiguo camionero que decidió dedicar todo su talento a algo solo aparentemente sencillo pero enrevesadamente complicado (el demonio está en los detalles): el arte del pescado crudo y el arroz —porque, como explica Goulding, lo importante del sushi es este último ingrediente: su temperatura, su textura, su avinagramiento—.

La jornada laboral de Sawada empieza a la seis de la mañana en el mercado de pescado de Tokio, donde elige las mejores piezas, cada especie en un vendedor distinto, naturalmente, no utiliza una nevera (sería demasiado fácil), sino un complejo sistema de refrigeración con hielo. Ofrece solo seis comidas y seis cenas al día, después de cerrar, se encarga con su esposa de limpiar personalmente el local, cuando Goulding le pregunta si no podría contratar a alguien para esta última labor e irse antes a casa, responde: “¿Ves lo que pone ahí? Sawada. Yo soy Sawada. Ella es Sawada. Nadie más”. Su objetivo profesional no es acortar su jornada, que puede prolongarse desde las seis de la mañana hasta las doce de la noche, seis días a la semana, sino servir solo ocho comidas en vez de doce. Solo así lograría acercarse todavía más a la perfección.

La complejidad de su cocina refleja, más que en ningún otro lugar, los pliegues de su historia

“Seguramente podría levantarse a las nueve de la mañana”, escribe Goulding, “hacer que le llevaran el pescado hasta la puerta, utilizar un sistema de refrigeración estándar para congelar sus ingredientes, contratar a un joven aprendiz que limpiara la barra después de la cena y aun así seguiría sirviendo uno de los sushis más alucinantes de Tokio, pero no lo hace. Porque en Japón lo que importa no es el fin, sino el medio”. La historia de Sawada refleja a la vez la fascinación y la extrañeza que provoca la cultura japonesa, un interés que se ha visto reflejado en un boom de libros relacionados con el país asiático y también en dos importantes exposiciones en Londres y Nueva York: una en el British Museum sobre el manga, el cómic japonés, que puede verse hasta finales de agosto, y otra, ya terminada, en el Metropolitan Museum sobre La historia de Genji, la novela del siglo XI japonesa que en España ha editado Atalanta en una traducción de Jordi Fibla.

Cortina de un teatro Kabuki de 17 metros de Kawanabe Kyosai (1831-1889)

“Nos atrae mucho la diferencia porque además se trata de una diferencia que nos muestra que es un país que tiene muchas cosas que enseñarnos”, explica Florentino Rodao, profesor de la Universidad Complutense de Madrid, experto en Japón, que acaba de publicar La soledad del país vulnerable. Japón desde 1945 (Crítica), un libro que puede servir como amena e instructiva guía de la historia, pero también de la cultura, la política o la sociedad, de este país. “El turismo en Japón ha subido más que en cualquier otro país del mundo. Por fin estamos apreciando una cultura tan profunda y tan bien conservada como la japonesa. Ir a Japón es mucho más que viajar para ver los templos, es una oportunidad para conocer una de las cocinas más sofisticadas del mundo”, señala por su parte Matt Goulding. Su libro va mucho más allá de la cocina para convertirse en el relato de un país a través de la complejidad de su comida, que refleja, tal vez más que en ningún otro lugar del mundo, los pliegues y recovecos de su historia y de su cultura.

Las obras de Goulding y Rodao, además de la cuidadosa edición de clásicos por parte de Atalanta, una pequeña y casi artesanal editorial, representan solo una pequeña muestra de los libros sobre Japón que han llegado en los últimos meses a las librerías: El otro Kioto (Alpha Decay), de Kathy Arlyn Sokol y Alex Kerr —este último es un gran experto en este país, del que ya se editó en castellano Japón perdido—; Pensamientos al vuelo (Errata Naturae), de Yoshida Kenko, un clásico medieval; Las islas de los pinos (Hoja de Lata), de Marion Poschmann, un ensayo que mezcla el relato de viajes con la reflexión literaria, o el más académico Claves y textos de la literatura japonesa (Cátedra), de Carlos Rubio. La editorial Mediatres está terminando además una enciclopedia en castellano sobre Japón, 3.000 páginas distribuidas en 121 capítulos, en la que han participado desde escritores hasta profesores, y que cubrirá la historia, el arte, la artesanía, la sociedad o la religión. En principio no está destinada a la venta, pero será cedida de forma gratuita a las instituciones, universidades y entidades colaboradoras.

La destrucción forma parte de todos los aspectos de la creación: desde Godzilla hasta la bomba atómica

De todos los libros publicados sobre Japón en los últimos meses resulta especialmente revelador Envejece un perro tras los cristales (Literatura Random House), en el que el escritor salvadoreño Horacio Castellanos Moya recoge sus cuadernos de Tokio y Iowa. El autor comparte con el lector su desconcierto y a la vez su descubrimiento de la inabarcable capital de Japón, en la que pasó seis meses en 2009. Tokio alberga 9,2 millones de habitantes, pero el área metropolitana es considerada por Naciones Unidas la aglomeración urbana más poblada del mundo, con 38 millones de personas. Más allá de la belleza y de la osadía de su escritura, de su humor y de la desnuda sinceridad de su relato, Castellanos Moya logra transmitir las sensaciones que provoca Tokio en 309 reflexiones, casi todas ellas breves.

Así arranca su libro: “Shibuya City Hotel. Primera mañana en Tokio. Intoxicado de impresiones. ¿Qué contar? Veo una masa amorfa, de rostros y nombres desconocidos, rótulos abigarrados y signos incomprensibles”. Y aquí van un par de muestras: “Has venido a esta ciudad a observar tu locura, a comprenderla, si la suerte está de tu lado. Si no lo está, sólo quedará la locura” o “Muchos inodoros de Tokio parecen butacas de piloto de avión, con un complicado control de mandos en su brazo” (una de las cosas que pueden provocar más fascinación en cualquier visitante a Japón son sus cuartos de baño del futuro). Castellanos Moya recorre Kamakura, una ciudad histórica engullida por Tokio; las enrevesadas calles de Shimokitazawa, el barrio universitario lleno de bares y restaurantes; los callejones en los que proliferan los garitos en los que apenas caben cuatro personas sentadas; se sumerge en el bochinche envolvente y ruidoso de Shibuya. Escribe: “La pesadilla de las pantallas’. Así podría titularse un libro sobre Tokio. Las hay de todos los tamaños y en los más insólitos lugares. Con dos excepciones: ni en los izakayas donde cenamos ni en los pequeños bares de medianoche. Una abstinencia que se agradece”.

El desafío que representan las traducciones del japonés —a cargo de expertos como Fernando Cordobés y Yoko Ogihara, que trabajan en equipo, Marina Borás, Carlos Rubio, Víctor Illera Kanaya, María Serna Aguirre y Alberto Sakai, por citar solo unos pocos— nunca ha sido un freno para las editoriales españolas. La obra del gran escritor japonés Haruki Murakami ha sido publicada íntegramente en castellano por Tusquets con un merecido éxito: el último volumen que ha llegado a las librerías es el segundo tomo de La muerte del comendador, aunque sus títulos clásicos —Tokio Blues, 1984— siguen encontrando a sus lectores. Asteroide ha ido publicando las obras del llamado Simenon japonés, Seicho Matsumoto, que representan un retrato del país en los años cincuenta y sesenta, cuando se produjo su explosión económica. Los clásicos de la literatura japonesa y los autores más modernos han logrado una amplia difusión: Impedimenta lleva por ejemplo más de 20 ediciones de Soy un gato, de Natsume Soseki. Las obras del premio Nobel Kenzaburo Oé, como Arrancad las semillas, fusilad a los niños o Muerte por agua, están disponibles en diferentes editoriales.

El peso de la historia está muy presente en la obra de Oé, que vivió la Segunda Guerra Mundial como adolescente y que publicó un impresionante Cuaderno de Hiroshima (Anagrama) basado en los testimonios de los supervivientes. Florentino Rodao explica muy bien en el título de su libro lo que ocurrió en Japón después del conflicto: “La soledad del país vulnerable”. “Quería describir la idea de que en 1945 Japón pierde su imperio, algo que se suele olvidar”, explica Rodao. “Japón volvió a ser lo que había sido 200 años atrás: prácticamente el único territorio del mundo en el que vivían japoneses. Esta idea marcó mucho el país, más allá de la derrota en la Segunda Guerra Mundial. De ahí la soledad. En cuanto a la vulnerabilidad, se trata de algo muy anclado en la cultura japonesa. Es un país que ha padecido muchísimos desastres naturales. Lo que causa el desastre, la naturaleza, es también lo que te da la vida”, prosigue este profesor. En su novela japonesa Fractura (Alfaguara), el narrador hispanoargentino Andrés Neuman describe así los momentos posteriores a un terremoto en Tokio y la sensación de peligro y a la vez de seguridad que sobrevuela siempre el país: “La obsesión de la capital, su sistema nervioso, consiste en prevenir. Contener. Aislar. Fosos. Cortafuegos. Estructuras antisísmicas. Todo un urbanismo basado en la desgracia futura. El resultado es una mole de confianza sobre una superficie de temores”.

La destrucción forma parte de todos los aspectos de la creación japonesa: desde Godzilla, el monstruo marino que destruye ciudades, hasta la bomba atómica —DeBolsillo publicó hace pocos años los cuatro tomos de Pies descalzos, la saga autobiográfica en manga de Keiji Nakazawa sobre Hiroshima—, incluso Fukushima, un tema sobre el que ya han aparecido tebeos de enorme repercusión, como Ichi Efu (Norma), de Kazuto Tatsuta. Se trata de una idea que aparece también en los clásicos, por ejemplo en El pabellón de oro (Alianza Editorial) de Yukio Mishima, sobre el monje que quema un templo de Kioto que se ha convertido en su objeto absoluto de deseo, o Underground, de Murakami, sobre el atentado con gas sarín contra el metro de Tokio. Sin embargo, la reconstrucción, el regreso de la vida, la superación también están presentes. Y ahí es donde entran en juego los shokunin, los artesanos que en su búsqueda de la perfección son capaces de alcanzar la belleza incluso desde las cenizas.

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